Su alma era un funeral.
Sus vísceras se le retorcían, riéndose.
El espacio que habitaba hasta el cielo infinito le oprimía.
Era la segunda vez que la dejaba ir.
La primera, apenas ostentaba los 15 años.
«El amor de su vida», decía, y como un trueno retumbaba en su cabeza la idea de no verla más.
Quería urgente el corazón de asueto, la razón en punto muerto.
¡Qué cobarde el crepúsculo en el que la dejo partir!
Había sembrado desilusión y dolor; hoy cosechaba silencio y soledad.
Ojos marchitos y abatidos escudriñaban cielo y tierra para escuchar su nombre. La olía a kilómetros de distancia; distancia que él había instaurado. La sabía llorando.
Le parecía un mal sueño de una ficción, pero las ficciones eran para los libros y esto era real; era niebla que anidaría en su alma, para siempre.
Dejaría de sufrir cuando se volviera polvo elevado por el viento.
Ella entre tanto tecleaba su número en el celular.
Continuará.
Bárbara Himmel-