Esa mujer tenía ojos azules
cuando entró lastimando con su carga el revoque.
Valijas de cartón, jaulas de alambre.
Si no fuera que un día le dejara pintarse
los labios a sus hijas, sería un pestañeo
la melodía fácil que le cambió el acento,
aquel olor a sal que se fue con las lluvias
y la costumbre húmeda del tiempo.
Los gallos no dijeron hasta cuándo.
Los años que pasaron descubrieron las
marcas ovaladas de retratos vacíos
la cruz de albahaca atrás de los postigos
y los ojos azules que esa mujer perdió
de mirar este cielo.
El mar quedaba lejos.
Su pañuelo ocultaba el oleaje vencido
de un pueblo en sus cabellos.
José Antonio Cedrón-