Vendrá ese instante, desgarradoramente helado
e idéntico a un cauce cubierto de soledades,
con salpicaduras de aguas retorcidas
y oscuras, como cualquier misterio. Y en sus manos
me traerá el barro del escalofrío, para que en sus entrañas
irreductibles incruste mi nube de lirios,
harta de olas en continua
mudanza, bajo la mirada de sus átomos acariciados,
desde siempre, por la noche anónima y sin memoria.
Cerrará sus ojos el miedo, y ante su cuerpo,
sometido a espasmos de suspiros sin alas,
un sueño encantador cubrirá,
con su luz de alba que no vuelve,
la melodía de una brisa desnuda y vibrante
que me abrirá sus puertas de inmediato,
reclamando mis flores, ya marchitas, para elevarlas
más allá de las cumbres de lo azul,
donde el silencio total es amor, y el amor…, delicia
de belleza, tan única en sus latidos, en su forma
y en su grandeza por ser definitiva para los vientos
que desaparecen del pentagrama de las horas. Como
un sauce seco hasta en sus respuestas será el sol,
mi sol, que aún hoy ilumina los páramos de niebla
triste y los paraísos henchidos por las cosechas de la dicha,
por donde vuela de sueño en sueño, de cielo en cielo,
como hijo del riesgo y de la espiga,
de la mano de la razón íntima y profunda,
regidora del aliento del universo,
el cual le da su vieja voz sin refugio,
sus alas nunca jamás cansadas
y su afán por hallar esa sonrisa, ese beso que sostiene
cada momento de vida, mientras crea
versos con sustancia de auroras jóvenes
sobre la siempre pisoteada tierra de lo efímero.
Del libro A galope
Carlos Benítez Villodres-