Aquella plaza con sus monumentos,
sus árboles, sus sombras,
todo fue desplazado por el tiempo,
destruido, perdido.
Y la suerte corrida por los próceres
casi desconocidos que la habitaban
-ese enigma tan vago-
se ha quedado en las piedras de esos días.
Y porque ya no existe, quizás, es sólo tuya.
La inquietante nostalgia que demoran
los sueños, como las viejas tumbas
de parientes que sólo conociste
por enormes retratos ovalados,
te pertenecen ahora
que recorres el gesto para verlos,
levantando la vista
por arriba del hombro de tus vidas.
Mirarás ese cuerpo de una mujer
de entonces
como a un mapa del mundo
tal cual era
cuando el amor le daba movimiento
y su boca era un juego de intimidad dormida
que movía la noche.
Estarás junto a ellos, detrás, al lado, en ellos.
En un desconocido recogerán tus ojos
la edad de aquel que fuiste
en el umbral de mármol
-antes de entrar al mar y regresar hasta hoy
con la pena confusa del mismo desamparo.
Y te querrás en él
con los sobrentendidos de la ausencia.
La historia intransferible que esos cielos
dejaron en tus manos,
te devuelve al anillo del primer inmigrante
que pronunció tu tierra
y no vio estas miradas.
Con todo lo ignorado de esas muertes reales
construyes el pasado que te anuncias.
El tiempo sobrevive reteniendo en sus manos
lo que desordenamos con las nuestras.
José Antonio Cedrón-