Y cómo hacer cuando no quedan islas para naufragar – Joaquín Sabina
Cierro el lunes, el libro, las ventanas.
Cierro con doble picaporte los besos
y coloco mi álbum de rencores
con las cajas de los lácteos vacías
dentro del reciclaje.
De pronto, siento el pálpito de otras dimensiones;
una sombra contornea mi talle sin mirarme,
mientras el viento restriega su amargura
en el hollín de un dique,
cada vez que el sol
se ahoga impotente.
-No es prohibido llorar-
me susurran los ojos.
También la lluvia agrietó su gemido
sobre el lomo de las ballenas sordas.
Los ángeles desprovistos de cielo
convulsionan conmigo.
Yo trato de aquietar un corazón
que grita en medio de la sala:
soy mujer, niña, ancla, locura,
cascarilla de nuez intempestiva
en mitad del océano.
Una estalactita que burló al deshielo,
fruta que maduró precoz
colgada del silencio.
Las hormigas prosiguen su camino
y tambalean la tarde
sobre este travesaño
en el que hace equilibrio mi latido.
Le susurro a mis alas:
¡en cuántas lunas más naufragaremos!
Del libro La soledad del ébano
Lucía Alfaro-