Por César Herrera Palacio
«Y brillaban las estrellas…
Y olía la tierra […]
Para siempre desvanecido, mi sueño de amor
Este tiempo ha terminado…
¡y moriré desesperado…!
¡Y jamás he amado tanto la vida!» – E lucevan le estelle, Ópera Tosca de Giacomo Puccini
Recuerdo que vi en las noticias a un excampeón mundial de boxeo. Estaba esposado, vestido de prisionero ante un tribunal de la ciudad de Miami. Lloraba mientras respondía a las preguntas del magistrado William Turnoff. Era lunes 7 de noviembre de 1994:
—¿Tiene usted dinero para pagar un abogado?
—No… No, señor, no tengo.
—¿Tiene usted propiedades o automóviles?
El hombre de 32 años quiso responder pero la voz se le convirtió en una dura fruta que chasqueó y no lo dejó hablar. Entonces meneó la cabeza. Respiró profundo y metió la cara entre sus hombros.
Era Rubén Darío el Huracán Palacio, un campeón mundial de boxeo despojado de su corona el 16 de abril de 1993 por resultado positivo en la prueba de VIH. La primera pelea en defensa de su título le reportaría 70 mil dólares con los que pensaba regalarle una casa a su madre y comprarles otra a su esposa y sus hijos. El 6 de noviembre había sido detenido en el aeropuerto de Miami con 5.33 libras de heroína camufladas en su chaqueta de cuero negro y entre unos calzoncillos de incontinente.
El boxeador antioqueño, nacido en la Sierra, Puerto Nare, el 1 de mayo de 1962, llevaba a toda hora una sonrisa protuberante y tenía la voz de flauta de un animador circense.
Este pegador sólido de movimientos desmesurados en el ring no tenía la elegancia en el regate de Miguel Happy Lora, con el que perdió en una ajustada pelea; pero frente al asedio de sus contendientes se recostaba contra las cuerdas, se echaba hacia atrás y al regreso se escabullía por un lado del guante retador; de repente se agachaba con la rapidez y el resoplido del tifón y se salía de las cuerdas. A veces no regulaba la velocidad y se iba dando tumbos por el cuadrilátero y los espectadores pensábamos que trastabillaría y caería. Luego de unos extraños pasos de comediante se reponía y daba el frente al adversario. Es famosa la pelea contra el italiano Valerio Nati en la que el público apoyaba ensordecedoramente al pegador local porque estaba a punto de tumbar al colombiano y de repente, como un polímero, el antioqueño rebotó contra las cuerdas, lejos del alcance de los puños, se agachó y se le escapó dando bandazos. Solía repetir el jab con la mano izquierda y en una fracción de segundos martillaba un gancho de derecha. En el décimo round de esta pelea estuvo a punto de caer por los golpes del italiano y en el último segundo se repuso e impactó con un derechazo en el rostro del hombre de la bota itálica. Lo dejó tambaleante y cuando se le fue encima como una fiera, sonó la campana. La reacción del colombiano había sido tardía porque los puntos se habían acumulado a favor del europeo.
Otra de las derrotas memorables fue contra Luis Chicanero Mendoza en 1990 en Miami, donde ahora se encontraba, a un paso de ser condenado, posiblemente, a 10 años por tráfico e intento de distribución de narcóticos en los Estados Unidos. Chicanero Mendoza solo necesitó tres asaltos para noquearlo. El Huracán se retiró llorando del tinglado y con la desilusión de la derrota le dijo a un periodista de El Tiempo que era el final, que haría dos peleítas por ahí para ganarse unos pesos y se retiraría del boxeo: «Ya está bueno de esta joda; tanto luchar para nada»; pero cuando se le pasó la calentura regresó al ring y en septiembre de 1992, cuando contaba con 31 años de edad sería campeón del mundo.
Peleó en 58 ocasiones y obtuvo 45 victorias; 19 por nocaut.
Este arte rústico de eludir y soltar los puños lo aprendió a los siete años en la escuela de Cisneros a donde lo llevó su padre, un trabajador de una fábrica de cemento. Años después recordaría ese tiempo como el más bello de su vida. Empezó a ganarse las monedas noqueando niños por veinte o treinta centavos. Cuando se burlaban de él por su pelo de alambre o por su voz de niña, agarraba a sus compañeritos a coscorrones.
Se hizo popular por su bravura y en sus bolsillos siempre había algo de dinero. Pronto pensó que no necesitaba estudiar. Siempre ganaba y le gustaba sentir que era fuerte y que podía conseguir así la plata. Tenía con qué invitar a las niñas a la heladería y cuando llegó a la adolescencia se consiguió hasta tres novias a la vez y en la misma cuadra. Para todas había felinos peludos de cumpleaños, pintauñas encendidos el día de los enamorados y las turnaba para llevarlas a pasear por las afueras del pueblo
¡Esa era la vida!
Cuando no estaba peleando se rebuscaba el billete como mesero en los restaurantes, trabajando en los trapiches o cargando mercados. Le gustaba el trabajo pesado y hacía ejercicio varias veces al día.
A los 19 años tuvo su primera pelea por campeonato y conquistó un título regional.
Cumplió uno de sus grandes deseos: llevar a su novia a la mejor discoteca. En sus momentos de desgracia le confesaría a una periodista: «Ya no quería tener cualquier pantalón, cualquier camisa, quería el oro, y sobre todo, codearme con gente e ir a los mejores restaurantes». Durante esos años adquirió la costumbre de andar por las calles con las mujeres más hermosas para que la gente dijera: «qué hace ese negrito con esa mujerota». La gente lo saludaba y Rubén estiraba el cogote y alzaba su vocecita de castrato; esa era una de sus grandes satisfacciones. Decía que un hombre completo para él era aquel que tuviera buena presentación, que supiera hablar, que no sintiera timidez y que usara una buena loción: «Solo así se gana un gran corazón».
A los 21 años le quitó el invicto a Miguel el Máscara Maturana, campeón mundial aficionado.
Luego vinieron los viajes y su vida en Europa. Rubén Darío el Huracán Palacio fue el boxeador más internacional que ha tenido Colombia. De los italianos adquirió el gusto por las zapatillas. Sus camisas eran coloridas y de cuello alto, todas las hacía marcar con el nombre del país donde las había comprado. Coleccionaba cachuchas que le daban un aire de beisbolista.
Siempre que regresaba del extranjero reunía a toda su familia y hacía sancochos colosales al son de música vallenata; ordenaba sacar un equipo de sonido al zaguán de la casa y ponía a alto volumen a Silvio Brito o a Diomedes Díaz; luego el grupo Niche y los Hermanos Lebrón; pero también había momentos para escuchar a Vicky y a Camilo Sexto. Y por aquellos años todavía se metía en los picaditos de fútbol durante las mañanas soleadas del domingo hasta cuando su temperamento y las trifulcas con sus amigos le sugirieron abandonar el fútbol.
Fue uno de los deportistas más famosos de Colombia. Le encantaba leer el periódico y encontrar sus fotografías en ellos. Si bien no había podido comprar una casa para su madre, siempre mantenía dinero en el bolsillo, viajaba y salía con mujeres bonitas.
Había tenido una vida de sacrificio para después darse sus gustos. Cuando se preparaba para los combates tenía una rutina estricta: se levantaba a las cinco de la mañana, calentaba durante quince o veinte minutos y salía a correr unos treinta kilómetros; dormía un poco en el transcurso de la mañana y por las tardes iba al gimnasio. Pensaba vivir muchos años del boxeo y cuando se retirara, se dedicaría a vivir de la renta. Trabajar en una empresa no estaba en sus planes. Y todo parecía apuntar a que ese sería su futuro.
Rubén había intentado conseguir el título Mundial en Seúl, Corea, en Cartagena y en Miami y en las tres ocasiones habíamos visto a un boxeador derrotado y lloriqueando a la salida del ring. Su triunfo pasajero, antes del desastre final que lo llevaría a la muerte once años más tarde, le llegó en Londres en una pelea pactada con el británico Colin McMillan, campeón pluma de las 126 libras de la Organización Mundial de Boxeo. El sábado 26 de septiembre de 1992 en el Olympia National Hall de la capital británica, el colombiano envió al campeón mundial que lo aventajaba en, por lo menos diez centímetros de estatura a cuidados especiales. El titular, dos días después, en el periódico más influyente de Medellín fue: «Huracán Palacio: “más sabe el diablo por viejo” Colin McMillan fue a parar a un hospital». El Huracán, que lloró de alegría, comentó: «Estoy viejito, pero aún soplo». A sus 31 años les tapó la boca a los periodistas que insistían en que se retirara del boxeo. El pegador en una entrevista había tenido un arrebato de humildad y había dicho que consideraba que no era lo mejor como boxeador y como deportista, pero que tenía la convicción de que sería campeón mundial. Por eso, cuando el supervisor del combate Marc Schonker alzó su brazo, saltó por el cuadrilátero y corrió a abrazarse con los de su esquina y a preguntarle insistentemente a su entrenador Reginaldo López si no era un sueño todo lo que le estaba ocurriendo. Por otro lado, el apoderado de McMillan, el boxeador británico de origen jamaiquino, considerado un Sugar Ray Leonard en potencia, dijo que iba a entablar una demanda porque la lesión, del hasta entonces campeón mundial, había sido ocasionada por el boxeo peligroso del colombiano que le produjo una dislocación del hombro izquierdo en un violento cuerpo a cuerpo. Sin embargo, la prensa inglesa reconoció el coraje y la guapeza del Huracán que acabó con todos los pronósticos. No obstante, The Sunday Times señaló a EFE que McMillan continuaría siendo el campeón mundial si el combate se hubiese realizado bajo las reglas de Consejo Mundial de Boxeo (CMB) —y no bajo las de la Organización Mundial de Boxeo (OMB)—. Según aquellas se habrían tenido en cuenta, para designar al ganador, los puntos marcados en las tarjetas de los jueces en el momento de la suspensión. Dos de los jueces daban una ventaja de tres puntos a McMillan sobre Palacio. El tercer juez daba como ganador al Huracán por un punto. Frank Warren, el apoderado del inglés, aseguró que había sido Palacio quien dislocó el hombro del campeón al hacerlo girar cuando su brazo se encontraba bajo el de McMillan.
La defensa del título sería contra John Davison que le representaría una bolsa de 70 mil dólares. No se cansaba de decir que le compraría una casa a su madre. Por eso, lo primero que pensó fue en descansar tres días y retomar el trabajo de gimnasio.
Pero no pasó mucho tiempo para que empezaran los problemas: «Rubén Darío El Huracán Palacios, campeón mundial del peso supergallo, versión OMB, se preparará por su propia cuenta para la primera defensa del título, que hará el día 13 de marzo en Escocia, ante el inglés John Davison. Palacio, que venía entrenando en Bogotá, regresó inesperadamente a Medellín lo que provocó el rompimiento con la empresa Boxing de Las Américas, propietaria de sus derechos deportivos». Esta fue la noticia que apareció en la prensa pocos días después de que quedara campeón. Rubén era un hombre contento y confiado. Nunca se supo qué lo llevó a romper con la empresa.
Palacio había vivido en el extranjero, había disfrutado los placeres que se les concede a los triunfadores y había hecho realidad su sueño de ser campeón mundial cuando parecía el momento menos indicado por su edad y su desgaste en parrandas y mujeres. Había sido un boxeador aguerrido, que en algunos combates se veía muy técnico (como en la pelea inolvidable en Cereté con Miguel Happy Lora) y en otros, un simple pelionero de esquina. Unos meses antes había dicho que se iba a retirar del boxeo cuando cayó estrepitosamente ante Luis Chicanero Mendoza. Y, de repente, como si le hubiera vendido su alma al diablo (como en la parábola de Tolstoi, en Cuánta tierra necesita un hombre), el Huracán sopla con fuerza, logra la faja de campeón mundial y de ahí en adelante es vertiginosa la caída a la sima sin regreso.
«Hoy, mi vida es levantarme a las 7:30 de la mañana, tomar un baño, un desayuno, y, con agenda en mano, disponerme para salir a vender libros», le dijo a María del Pilar Hernández de El Tiempo, el 11 de octubre de 1993. Seis meses después de que le dieran la noticia que le impediría su primera defensa del título.
«Tuve en mis manos la oportunidad de ser uno de los mejores en el deporte mundial, y si no, al menos el mejor boxeador colombiano. Estaba tratando de superar metas, de ser mucho más que Pambelé. Eso estaba escrito. Pero todo se me escapó de las manos y pensé que el mundo había finalizado. Pero la vida nos presenta situaciones difíciles y después de que me he enterado de mi enfermedad, me he hecho muchos propósitos que estoy cumpliendo».
Quería convertirse en un consejero; aparecer en la televisión, dictar conferencias sobre el cuidado personal. Durante esos meses siguientes como representante de una editorial, viajó por algunas regiones y concedió entrevistas para la prensa. Se aferraba a su vida de campeón: coleccionaba las cachuchas y lucía camisas vistosas y baratas, hacía los sancochos con su familia y escuchaba los vallenatos de otros tiempos.
Parecía optimista y decía a los periodistas que solo le temía a las balas perdidas en Medellín.
Al Huracán le llegaron propuestas del Ministerio de Salud para realizar comerciales destinados a orientar a la juventud para prevenir el Sida y para rodar una película en la que se narrara su vida; cantaría con los grupos Niche y Caneo canciones de crecimiento personal en ritmo de salsa.
Por aquellos días de celebridad estaba escribiendo el libro La vida personal del Huracán, financiado por Identidad Cultural, la firma para la cual trabajaba. Se trataba de una autobiografía donde reflexionaba sobre lo que había sido su existencia.
Llevaba escritas unas 150 páginas y saldría en diciembre.
Todos esos proyectos se fueron enfriando. El Huracán se diluyó. Solo se oía un silbido melancólico en algunos medios: «La prensa se olvidó de mí. Me utilizó. Estuvo conmigo sólo cuando se enteró del problema, después ya no me volvieron a llamar, no me volvieron a ver, porque ya pasó lo malo. Hoy solo hago parte del olvido». Entonces se aferró a Dios, repetía que no se iba a morir mañana ni pasado, que estaba trabajando duro para «hacer muchas cosas antes de irme de este paseo.
Una de ellas es dejar a mi familia en muy buen estado económico, estoy luchando por eso y creo que lo estoy logrando». Quería que de él se dijeran cosas lindas; cree que si hubiera podido estudiar hubiera llegado a ser un buen médico. Conmovía a sus pocos amigos con su euforia pasajera. En ocasiones parecía creer que el VIH era como una gripe y pensaba que podía vencerla. El 27 de abril de 1993 le dijo a Arturo Jaimes de El tiempo que iba a noquear al Sida. «Será la pelea más importante de todas mis peleas».
El virus se lo descubrieron en Inglaterra en el examen que le hicieron antes de la pelea en que iba a exponer la corona ante John Davison y sus manejadores tuvieron en secreto la noticia durante un tiempo, pero cuando fue inevitable que lo supiera, el Huracán tenía esperanzas de que solo se tratara de una pesadilla de la que tarde o temprano despertaría.
«Ese día, cuando supe toda la verdad, sentí que el mundo se derrumbaba a pedazos. Me encerré en el hotel y lloré desconsolado. Estaba destrozado. Casi enloquecido. Quería gritar, correr, y marcharme lejos. Incluso, llamé a mi mamá y le dije que no iba a volver a la casa porque no quería infectarla a ella ni a mis hermanas. Ella me dio una respuesta dulce y tajante: Soy tu madre y estaré a tu lado, pase lo que pase. Sólo me desesperé ese primer día, porque desde la mañana siguiente, después de que hablé con Dios y puse mi destino en sus manos, me hice la promesa de que voy a doblegar el sida, cueste lo que cueste (…) Estoy seguro de que algún día yo regresaré al cuadrilátero a reclamar lo que me quitaron: el título de campeón mundial de la categoría pluma de la Organización Mundial de Boxeo».
Su madre Fabiola Ceballos y su Hermana Rosa Margarita empezaron una faena de oraciones y de fortalecimiento espiritual en la sala del apartamento en el que vivían en el barrio Niquía de Bello. En el suelo de su cuarto levantaron un altar con la imagen del Señor de los Milagros, una estampa de José Gregorio Hernández y la Biblia bendecida.
El periodista Jaimes subió al salón de los trofeos donde «aún está el hermoso cinturón enchapado en oro de campeón mundial de los plumas». El Huracán Palacio le dijo que había visto al boxeador Esteban de Jesús que había muerto de Sida «¿Sabe una cosa? Yo lo visité en el hospital. Ya no reconocía a nadie, se había encogido y tenía llagas en todo el cuerpo. No podía ni hablar. No le salía la voz. Estaba agonizando.
Era terrible verlo, pero eso no me sucederá a mí: voy a noquear el sida».
Habló de su esposa de la que hacía ocho meses se había separado. «Ella se llama Luz Maryori, tiene 21 años y nuestro matrimonio fue el 13 de octubre de 1990. Por desgracia se presentaron algunos problemas que impidieron que nuestra relación prosiguiera normalmente. Ahora ella está embarazada y va a dar a luz en cualquier momento, pero todos estamos tranquilos porque confiamos que el bebé no corre ningún riesgo. Ella se hizo el examen del sida la semana pasada, y gracias a Dios, el resultado fue negativo. Lo que más deseo en el mundo es no infectar a nadie. Por eso, cuando supe todo esto, me reuní con Luz Dary, mi novia y le dije que aunque la amo mucho, tenía que dejarla». Sin embargo, ella insistió en acompañarlo en aquel momento, pero al poco tiempo lo abandonó; luego falleció su padre, sus amigos se evaporaron; el gobierno hizo campañas aprovechando su figura sin reportarle ningún beneficio económico. La Alcaldía de Medellín y la Gobernación de Antioquia le prometieron una casa. Una vez terminado el espectáculo, ninguna promesa se cumplió. Rubén Darío tenía ahora otros caminos: las drogas y el alcohol.
En aquellos tiempos, por las avenidas de la ciudad de Medellín transitaban autos último modelo conducidos por hombres recién salidos de la adolescencia que gastaban grandes cantidades de dinero en licor, drogas y mujeres; compraban apartamentos en El Poblado o en los municipios de Envigado y Sabaneta.
El 26 de noviembre de 1994 un juez de la Corte Distrital de Miami sentenció a tres años y diez meses de encierro al pugilista Rubén Darío Palacio. Joaquín Méndez, el abogado defensor, expuso las causas que llevaron al Huracán a delinquir. Sostuvo que su cliente no tenía antecedentes criminales y había pedido una rebaja de ocho a tres años porque su participación en el porte y distribución de drogas a los Estados Unidos era de mínima cuantía.
Aseguró que Rubén Darío Palacio se vio presionado por las circunstancias; al saberse portador del VIH, despojado de su faja de campeón del mundo lo acometió la desesperación y recurrió al negocio ilícito de las drogas. El defensor mencionó la labor social y comunitaria desempeñada por el pegador durante sus años de gloria en el boxeo. Insistió en que la discriminación por su estado de salud y la falta de trabajo lo presionaron a cometer el error.
La intención de Rubén Darío el Huracán Palacio era validar sus estudios de bachillerato y recuperar su condición física durante los años que lo esperaban en la prisión federal. Deseaba que el tiempo pasara pronto para regresar a su país y rehacer su vida al lado de su madre, sus hermanas y sus tres hijos.
Catalina Oquendo escribió algunos años después: «En su último asalto, el Huracán se precipitó en la angustia. Luego de cuatro años en la cárcel volvió a Colombia, no encontró trabajo, se perdía durante días de su casa y vagaba. Sus hermanos, su compañera e hijo, hoy de 10 años, sufrieron con él la adversidad».
El 19 marzo de 2001, tres años después de su regreso en silencio a un país que le había dado la espalda, dijo a la revista Semana: «Me metí en el tráfico de drogas porque vi una forma de ganar dinero fácil, pero fueron más los problemas que los beneficios… Tuve que empezar de ceros». La redacción de la revista dijo: «Desde entonces trabaja en la venta de libros y como comisionista de venta raíz. Después de nueve años de ausencia de los cuadriláteros, la semana pasada regresó al ring para volver a entrenar. A sus 38 años de edad dice que ha vivido lo suficiente para pedirles a los jóvenes que estudien y trabajen. “Es la fórmula para construir un país mejor”».
La última noche de su vida se sentó bajo un búcaro a consumir bazuco. De repente le cayó sobre la cabeza una flor que lo picoteó con su pico de cóndor. La cogió y se quedó mirándola a la tenue luz amarilla del alumbrado público. Era una flor dura, anaranjada y eran las nueve de la noche y la desolación helada en el parque de San Antonio le tallaba en el pecho como una estaca astillada. Era la bronquitis agravada por el VIH. Le habían pronosticado quince días de vida y eso era una contundente esperanza. Hacía un año una gripa derivó en tuberculosis y había sido internado en la Clínica La María del barrio Castilla en Medellín. Pero el Huracán no tenía con qué pagarse la hospitalización y esperaba droga de caridad que dejaban los que iban muriendo.
El miércoles anterior había visitado a un amigo de apellido Toro en el piso diecinueve de los juzgados. «Tenía fiebre, se desplomó en una silla y pidió una Coca Cola. Vine a decirle que sí, que hagamos el documental sobre mi vida —dijo— antes de que me muera. Pero el martes, cuando comenzarían a grabarse, ya no había tiempo para ese video sobre la debilidad de la fama», narró en su crónica Catalina Oquendo.
Dice Greñas, el último que lo vio con vida, que estaban trabados bajo el búcaro donde se sentaban cuando el parque quedaba desolado, que a Boxeador le cayó una sólida flor anaranjada sobre su cabeza. El Huracán la agarró del suelo y se puso a jugar con ella, la volteó para que el gorrito le quedara como cabeza de cóndor y bajo el pico colgaran los ramales en chivera. Se la acercó a la boca desgarrada por el abandono y le susurró: «Cóndor hijueputica, no me piqués tan duro, malparido» y se puso a llorar como si tuviera clavada una espina. Greñas dice que si hubiera sabido que Boxeador se estaba muriendo no lo hubiera tratado mal, no le hubiera dicho «chillón hijueputa» y que no se habría marchado para la otra caleta junto a la Avenida Oriental. No se sabe a qué horas El Huracán dejó de apretar entre sus manos la flor del búcaro, a qué horas dejó de hablarle como a una cría y se paró de allí y se acostó sobre la mesa de cemento de lo que hoy se conoce como el Bar Paloquemao, un balcón popular hacia la calle Palacé donde cada sábado se reúnen muchedumbres de afrodescendientes a tomar trago por la tarde y a cantar salsa y vallenatos a los gritos. No se sabe si se arrastró por el húmedo cemento hasta el nido donde lo encontraron palpitante más por la costumbre de pelear que porque, en realidad, le quedara algo de vida. Estaba crispado como un pichón de cóndor al rincón de la madrugada de un solitario domingo de noviembre.
El vigilante movió el cuerpo con el pie y llamó a la policía que lo condujo al Hospital San Vicente de Paúl, donde sopló por última vez un poderoso Huracán que había renunciado a hacerle daño a su familia con su presencia deshilachada y que hacía algunos años se había cansado de luchar contra la indiferencia de los que lo rodearon cuando estuvo en la buena.
El cuerpo del Huracán permaneció en la sala de velación Los Olivos de Bello, hasta el martes 18 de noviembre de 2003 en espera de que los programas radiales de Weimar lo dice, de Múnera Eastman y las funerarias San Vicente y La Esperanza, Indeportes Antioquia y limosnas de ciudadanos de a pie permitieran un entierro de caridad en Jardines de la Fe en el municipio de Copacabana.
Escritor y docente universitario, autor de Las trompetas del capitán, biografía del gobernador de Antioquia asesinado por Pablo Escobar.
Isolina, novela Ed. Eafit 2003.
Cruces de mar abierto, cuentos.
Colaborador de El Heraldo, El Mundo, Revista U de A., entre otros.
Hermoso texto, pero la diagramación es lamentable. No separaron el epígrafe del resto del contenido.
¿Será que le pueden invertir 10 minutos a la diagramación?