Ella me llamó.
Le dije que nos encontráramos
donde el invierno posa
ráfagas de aguacero,
inunda jirones en torno a mis pies
en la esquina de una calle solitaria.
Sería a la hora en que la mañana
toma tenues aromas rancios de aserrín pisoteado.
En máscaras que los relojes reinician
en terraplenes dormidos, mientras alzo mis brazos
al grito de tripas envueltas en caricaturas de periódicos
rozando el límite de vidas imaginadas.
Promesas de sueños y alianzas de amores,
como pájaros y bocanadas entre nubes.
La besaría, entre puertas abiertas
bajo vestiduras flotantes,
ésas que te miran y no te reconocen.
Me acercaré disimulando distintas apariencias,
con párpados hundidos entre bambalinas.
La atmósfera nocturna nos envolverá
sobre altas vertientes en caída,
ocultando la vigilia en cuartos de alquiler.
Vibrarán historias que acechan
relatos de triunfos dirigiendo la marcha
y sus besos, estarán escondidos
donde guardan el llamador sutil de la magia,
viejas gentes del mar.
Sus ojos, traerán las monedas del destino,
como si se tratara de esfinges, esperando
el ángulo de salas violetas del visillo de su alma.
Entretanto, me diluyo detrás de manzanas
en la pequeña casa que nos acoge,
persuadido de lo inútil de ciertos hábitos
pisoteados en calles luminosas,
al borde de lo imaginado
en el encuentro de nuestros cuerpos
adhiriéndose a mi voz,
desandando silencios.
Jaime Icho Kozak