Llegó a pie,
trayendo consigo
un pequeño bolso de mano
cargado con unas pocas palabras.
Ella sabía
que, para atormentar,
no era necesario
de la intervención
de muchas artimañas.
Cerró la puerta
a su paso,
acomodó lastres o cuatro pavadas
que daban vueltas
obstaculizando los pasillos
oscuros de mi alma,
recién alquilada.
Y, sin siquiera
calzarse el uniforme,
subió la persiana
y comenzó a despachar
penas al por mayor,
a todo cuanto pasaba.
Trabajó duro.
Solamente se tomó
un respiro
a la hora de la siesta
para contemplar
como el tiempo
se huracanaba volviéndose gris,
el día que la angustia
inauguró una sucursal en mí.
Del libro Plenilunio
Gito Monire-