Paso la mañana sembrando alfalfa
y por las noches enseño filosofía.
Así va mi vida en estos tiempos que corren,
tan multiplicada y esparcida
que a veces cuesta reconocer en ella
el sello desde donde brota
su manantial primero.
Examino el mecanismo que se ha roto
de una bordeadora que debimos utilizar en la víspera
o me asomo a los surcos en la melga
que siguen siempre el recorrido más recto,
como el camino de las aves por el cielo.
Y luego discutimos con los muchachos
las cuestiones de la cooperativa.
En la escuela, cuando oscurece,
hablo de lo poco que conocemos
acerca de lo que quiso decir Heráclito
cuando afirmaba que el fuego
se enciende y apaga según medida.
O cuento a mis alumnos
el caso de la doncella de Tracia
que se regocijaba con el pobre Tales
reprochándole los pasos distraídos
que lo condujeron al fondo de un pozo.
No sé si vale la pena
exhibir estos fragmentos en que mi vida se dispersa.
No sé si vale la pena
reunirlos a propósito de un poema:
cada momento tiene lo suyo
y cada día nos depara una sorpresa.
En todo caso, cuando en el campo,
levanto una hojita verde
siento que en ella vibra, victorioso,
el aliento en el que el mundo se sostiene.
Y por la noche, cuando mi vista advierte
la chispa en los ojos de una mirada joven,
comprendo que nosotros los hombres
nutrimos nuestras almas desde el asombro
y persistimos en lo que somos
en reverente inclinación ante el gran misterio.
Como lo hicieron quienes fueron,
hace más de dos mil quinientos años,
los maestros espléndidos de la antigua Grecia.
Del libro Habitante de la paradoja
Luis Alberto Taborda –
Pingback: 26 de octubre de 2011 : : Cronica Literaria