Mi madre pregonaba que en la siesta
habitaban los duendes, que del cielo rojo
de la tarde no esperemos agua,
que si comías sandía y te bañabas morías,
que el viejo de la bolsa no era el de
navidad,
que el amor no elegía hogares.
Con mis hermanos fuimos tribus,
malabaristas, despistados brujos,
la princesa era mi hermana
y el dragón a veces era yo.
Sabíamos del ratón que coleccionaba
dientes
y al pisar los charcos llegábamos a la
luna.
Mi padre me regaló su rostro de niño,
su infinita tristeza, su abrazo.
Condenado a huérfano construyó torres,
fue mártir, héroe de corazón íntegro,
pan fresco para nuestras bocas.
Desafiando olvidos llegó la noche.
Hoy la luna es inalcanzable.
Tengo todavía el rostro ajeno,
agrietado de melancolías.
Mi corazón decapitado no supo de amor
y quedé inconcluso. Solo respiro.
Allá en mi pueblo habita la infancia,
aquí, lastima el tiempo.
Gustavo Tisocco-