¿Adónde fue la luz que nutrió mi inocencia?
¿Por qué me abandonó la alegría de niño,
durante aquella época de inmaculados sueños,
sin decir ni siquiera adiós a mis praderas
y a mis huertos feraces y a mis ríos de soles?
Tras su ida sigilosa, quizá a ninguna parte,
me introduje en la selva que cubre por completo
este astro cultivado por la mente de olas
fecundas, bondadosas, mas también destrozado
por ideas malvadas de olas de otros linajes.
Aunque no sea otoño tedioso y con verdines,
me nacen los deseos, sin trinos ni esplendores,
en las simas profundas de un eco encanecido.
A pesar de los trenes que a mi vida llegaron
y de ella se marcharon con gran celeridad,
dejando en los hondones de mi esencia volcánica
el sabor agridulce de una vida guerrera
inmersa en las tareas en pro de los violines
que aman la paz sin precio y las perfectamente
unidas libertades fraternas, generosas…,
siento hoy cómo se abre, con un blancor divino,
aquella aurora humana en mi mundo insondable.
Ello es gracias al niño, misterio primitivo,
que perdí en mi galope duro por las montañas
selváticas del orbe, mientras iba al encuentro
del corazón del hombre turbado por su vida.
Ese niño hoy convive, en medio de mi sangre,
con la alegría blanca que en mí ha resucitado,
y con aquellos viejos recuerdos que aún palpitan,
porque mi amor los riega, los cultiva, los mima.
Carlos Benítez Villodres-