Sólo veía el pasto
y las ramas que crecían como niños sanos.
Se levantaba de la mesa,
temblaban los muros con el estruendo,
los cerdos osaban el verde
comiéndose las manos de los niños.
Podaba el laurel
con la gastada piel de sus manos en sangre,
y la envejecida reja se abría
como un útero expulsando vida.
Los domingos se inmolaba
en su sacrílega misa.
Después, apilando ladrillos,
se arreglaba el pelo.
Por la noche el pasto se cubría de rocío.
Nadie lo sabía.
Se desorbitaban los ojos de mi padre.
María Elena Tolosa-
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