Le mataron la risa y la inocencia.
La alegría emigró de su vergel
sembrado de miserias, de erupciones
persistentes de hambre y de tristeza,
de abismos sin salidas, de carcomas, de humo…
A su paso jamás se detuvieron
los juegos infantiles, ni el aroma
sutil del beso, ni el amor de soles
radiantes, satisfechos.
De un hilo de la nada pende toda su vida,
su grasiento rastreo bajo un cielo con plumas
de lechuzas prehistóricas,
su desnudez, su ímpetu a raudales…
Noche a noche camina
entre basura y ratas
en busca de tesoros desechados
por familias que pueblan su universo.
Remueve y vuelve a remover mil veces
los nauseabundos desperdicios. Mira,
con sangre en sus pupilas, la herrumbrosa
carga recolectada.
De ella conseguirá unas pocas monedas
para su subsistencia y la de esos viajeros
amados que con él, desde siempre, conviven.
No hay en mis ojos lágrimas. Tampoco
hay en mi esencia odio,
ni rencor, ni venganza…
Sólo mi inconformismo, mi innata rebeldía,
mi ansia de erradicar
injusticias, pobreza, agonías constantes,
desigualdades, paz enmascarada…
refuerzan la energía de sus pulsos
ante la sed y hambre de vida venturosa
del niño cartonero.
Del libro Los puentes debilitados
Carlos Benitez Villodres-