a esa hora, cuando cae la sangre del amor
tu boca no recuerda la fruta que la desborda
ni la audaz inocencia del pecado de castidad
ni la confidencia sitiada en el ondulante páramo
de esas moraduras,
esas manchas como lepra del alma
que agitan un silencio profuso.
el perdón, querida
elude la impertinente certeza de morir:
nada aguarda después de los huesos.
Alfredo Luna-