Unos días en el campo harían ceder la fiebre
de preguntas.
Las mañanas serían claras.
Se escucharía el ruido redondo del molino
una vez y otra,
luego
también
el mugido de las vacas.
Iaia vendría con tazones humeantes de café
sobre sus manos
(¿o eran las alas de los ángeles?)
y habría olor a eucaliptos en toda la casa,
vapores en lenta ascensión sobre
los leños.
Me sentiría mejor y le pediría a los peones la yegua blanca.
Andaría entre los pequeños gritos de los teros,
cabalgadura errante de lo que fue mi sombra
amenazada
por la fascinación del mediodía.
Él me vería frenar de golpe
y caer
de mi soberbia
altura.
Lo asustaría imaginar
de lejos
que algo grave pudiera suceder.
Luego sabrá que no.
Solamente los golpes
de la vida.
Cedería la fiebre,
igual que ceden los médanos a la furia del viento.
Volvería -como se vuelve atrás una película muda-
esa imagen de nosotros antes
de la caída
en el tiempo.
Sin palabras
(un bálsamo su abrazo)
anidaríamos por fin en lo que fue el camino del principio.
Del libro La ojera de las vanidades y otros poemas
Norma Etcheverry-