Cuando llegué al bar, no había otras mesas ocupadas.
Me senté en un rincón, junto a una mesa redonda y pequeña pegada a la ventana. Acomodé la silla y disimulé la mirada hacia la calle. Podía olerse la lluvia a través del cristal humedecido.
No hizo falta ocultar la nostalgia ni el desahogo de las palabras encerradas. Como siempre, mi padre, sereno y sabio; acompañó el café, caliente y rebajado.
No recuerdo cuanto tiempo estuve sentado. Me levanté aliviado. Las monedas quedaron esparcidas sobre la mesa solitaria.
Estos diálogos, desde la eternidad, me alimentan.
María Fabiana Calderari-