Son las siete y media de la tarde y está por amanecer. Hay un vago zumbido de pájaros y los murciélagos salen de los rollos de las ventanas. Nada de lo que es, es lo que parece.
Entramos en octubre como se entra a una cueva cavada a fuego en el hielo. Caminamos casi desnudos por la calle de los fresnos amarillos, el frío calcina y nos hace toser y apresurar el paso hacia el bar que ya está levantando las cortinas. Saludamos al dueño con un buenas noches, dispuestos a saborear el desayuno y la lectura de los diarios de mañana, sin más deseos que sembrar.
Del libro 33 papelitos y una mora horizontal
José María Pallaoro-