Me espera energizado desde siempre.
Colmado de añoranzas maduras al amparo de sus plantas,
las otras hijas predilectas de mi madre,
paridas con soles y con lluvias.
Despierta en mis sentidos su recuerdo,
entre las brumas de mis pensamientos,
tanto en las mañanas soleadas del verano y de la primavera,
como en las más frías del otoño/ invierno.
Desde sus cuidadas planteras,
las begonias me saludan con afecto.
Las clivias anaranjadas me hacen guiños.
Los helechos me brindan, desde lo alto,
su abigarrado abrazo de esmeraldas.
En un sitial de honor, escultura en el pasto,
pimpollos coralinos me dictan su belleza;
preñeces del rosal.
El ambiente se embriaga con perfume sedante,
ardid natural insospechado,
conque oculta lo cruel de sus espinas.
Más allá de la mesa redonda en que mi padre
acostumbraba tomar el desayuno,
acariciado por la brisa matinal;
permanece apagado,
sin crepitar de brasas,
carente de sabores,
de rumores,
su obra artesanal:
aquel fogón de asados,
excusa del reencuentro:
-domingos y feriados-
un crisol familiar.
Ese patio, mi patio, nuestro patio,
es símbolo tangible de un ritual ancestral.
El patio del parral
de mi casa paterna
es el lugar propicio
en el que nuestra madre
despunta, sin apuro,
el “vicio” de matear.
Stella Maris Guibaudo-