El, ávido de todo mi ser,
horada la médula ósea
repartiéndose en ecos en mi interior
y se bifurca
lastimándome el instintivo don de la paciencia,
para desperezarse en un furtivo e intranquilo aliento
de sonrisas pasajeras.
El, me recorre ahora exteriormente,
la piel endurecida de los amaneceres sin bostezos
me protege.
El, se aleja cuando las lágrimas de dios
me empapan:
entonces ya no pienso y la naturaleza calla.
Pedro Raúl Sánchez-