Recuerdo el día en que tú y yo nos conocimos. Tú y yo, dos soledades encontradas. Éramos, por separado, dos vientos temibles, huracanados -uno del Norte, otro del Sur-, que lo arrasaban todo a su paso. Sin embargo, al encontrarnos, nos fundimos en un cálido abrazo que nos hizo torbellino diablillo y juguetón.
Éramos entonces el viento que sobrevolaba los árboles, acariciando levemente sus copas y meciendo sus frutos; el que descendía en picado y, con su estela, deshojaba respuestas de los pétalos de tímidas margaritas.
Éramos uno solo surcando las olas, salpicándonos, riéndonos de los peces que saltaban a saludarnos y que, atrapados en nuestra espiral, se preguntaban aturdidos cómo habían llegado a tocar las nubes.
Éramos el aire que jugaba a levantarle la falda a las mujeres por la calle, a arrebatar las gorras de las cabezas de los hombres, a despeinar a los jóvenes primorosamente peinados.
Éramos la brisa que sacudía un hola y un adiós en una sábana tendida, y que nadie respondía porque nadie lo entendía.
Éramos desbarajuste, locura, pasión, cuando nos encontrábamos.
Sí. Éramos viento, entonces.
Ester Vallbona-