Soy una mujer que pregunta ¿Quién es el destino? ¿El que se encarga de la muerte?
Se muere de muchas maneras.
Alguna vez, fui una muchacha que paseó la audacia de su juventud, con la libertad de los vientos. Tal vez, tras la felicidad.
Y Dios puso en mis brazos un pedazo de carne rosada, que me robó el corazón.
Entonces toqué el cielo, con la punta de los dedos.
Había llegado el momento de caminar por el mundo, con la visión correcta.
Esa prolongación de mi ser crecía y también mi amor por él. Rozar su carita de seda o sentir al beso, la suavidad de sus cabellos, fue comprender que la tierra era bella.
Hasta que un tres de marzo de un año cualquiera, cuando el inocente desplazaba sus despreocupados siete años, compartiendo risas, con otros niños, un señor llamado destino, se presentó, con su cara miserable.
Presagié sus signos aciagos y aunque quise revolcar mi tortuosa rebeldía, comprendí que sus decisiones no se discuten.
Eran los días del carnaval y los chicos del barrio humedecían sus risas, junto a Pablo,
correteando el lugar.
—Cuidado hijo —advertí— puedes lastimarte.
Recosté mi cuerpo en un sillón con el corazón temblando, mientras el pensamiento, sin razonar y porque sí, buscó a Dios.
Solo las lunas de sucesivos mañanas, tendrían la respuesta.
Le había hablado de los peligros para un niño de su edad.
—Sé prudente — le pedí.
—Sí mamá —contestó con una tierna sonrisa
—Me haces falta, no podría vivir sin ti.
Maldita fui entre todas las mujeres, porque a mí me eligió.
Él no mira ni pregunta, solo actúa. Ignora al corazón, trinchera de cristal que no es sordo, ni mudo. Que puede llorar lanzando un grito capaz de tapar los sonidos del planeta, cuando cruel y despiadado, clava su daga.
Un reloj de hielo detuvo sus agujas y un viento huracanado se quebró en un gemido, en mi garganta rota.
Me marcó con un hierro recalentado en las ardientes lenguas del infierno. Una marca que no conoce resignación porque la lluvia del sufrimiento, borró las huellas.
Había caído en un vacío cavernoso, donde la luz, no tiene lugar. Grande fue su vileza, desesperado mi tormento.
Si. Por designio fatal tuve que aprender a convivir con el dolor, en un interminable duelo.
El sol apagó su brillo y fue la noche eterna, lecho de mi alma. Aún me envuelve el calor de su cuerpo.
Hijo de mi corazón, si pudiera, con gusto tomaría tu lugar en el frío sepulcro.
¡Oh destino que todo lo puedes. Todo, menos matar mi amor.
Teresa Ternavasio-