Bajo las hojas secas del árbol dormido
el Ángel descansa una pena sin rostro.
Sostiene en su mano blanca
el aliento sin tiempo de un niño.
En su puño negro,
encierra cenizas de barro,
Esperanzas viejas
de otras primaveras.
Sobre cada ala un ruiseñor canta
una melodía,
una espera
de dos mil siglos inmolados
que se esconden en el confín rojizo
de un tercer día.
El hálito
fermenta el instante último de la tarde,
como un ruego
tiñe el cielo un trinar de duelo,
y las cenizas
comienzan a abrazar la víspera.
Los labios de la brisa empujan al delirio
de una nueva oscuridad sin nombres,
y el suelo se tiñe de dolor sin dueño.
Los muros del tiempo
desgajan la nada.
Algo estalla en la memoria del Espíritu.
Calla el ruiseñor,
teme el universo,
el árbol despierta en los frutos,
el destello final de la tarde detiene
su lumbre.
La brisa sella sus labios.
Se unen las manos.
El Ángel decide.
El aliento
se torna corazón en las cenizas,
y un niño
desde algún rincón sonríe.
El universo gira entre las razones
sin rostro del hombre.
La pena
es un destello que se apaga
ante el desafío de una nueva víspera.
Un imperativo sobrevuela.
La última hora,
¡el hombre siga su existencia y ame!
El ruiseñor canta,
y el Espíritu descansa
bajo la sombra de un árbol
nuevamente dormido.
Del poemario El árbol dormido
Alberto Valenzuela-