Poemas

I

Bajo las hojas secas del árbol dormido

el Ángel descansa una pena sin rostro.

Sostiene en su mano blanca

el aliento sin tiempo de un niño.

En su puño negro,

encierra cenizas de barro,

Esperanzas viejas

de otras primaveras.

Sobre cada ala un ruiseñor canta

una melodía,

una espera

de dos mil siglos inmolados

que se esconden en el confín rojizo

de un tercer día.

El hálito

fermenta el instante último de la tarde,

como un ruego

tiñe el cielo un trinar de duelo,

y las cenizas

comienzan a abrazar la víspera.

Los labios de la brisa empujan al delirio

de una nueva oscuridad sin nombres,

y el suelo se tiñe de dolor sin dueño.

Los muros del tiempo

desgajan la nada.

Algo estalla en la memoria del Espíritu.

Calla el ruiseñor,

teme el universo,

el árbol despierta en los frutos,

el destello final de la tarde detiene

su lumbre.

La brisa sella sus labios.

Se unen las manos.

El Ángel decide.

El aliento

se torna corazón en las cenizas,

y un niño

desde algún rincón sonríe.

El universo gira entre las razones

sin rostro del hombre.

 

La pena

es un destello que se apaga

ante el desafío de una nueva víspera.

Un imperativo sobrevuela.

 

La última hora,

¡el hombre siga su existencia y ame!

 

El ruiseñor canta,

y el Espíritu descansa

bajo la sombra de un árbol

nuevamente dormido.

 

Del poemario El árbol dormido

 

Alberto Valenzuela-

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