(Segundo Premio Concurso “Al ritmo del 2×4”)
Sería que así debía ser… que iba a ser un día la titular.
Apareció aquel día en la clase de un club de barrio donde a la hora en que las señoras se ponen a cocinar en sus casas empezaba la clase de tango.
Encima lunes, el día de la obligación del trabajo, el día que nadie puede hacer otra cosa que lamentarse por tener que ir al yugo y encima quedan tantos miles de días por delante para el próximo viernes. Pero estaba decidida, ya la academia anterior la había aburrido y decidió pasarse a “otro estilo”.
Y eso que su profesor, aquel muchacho bien parado y de prestancia impecable, corto en las palabras pero generosos en el dar y abrazar con tanta delicadeza y sentimiento, le había dicho un poco por lo bajo, un día glorioso en que le dedicó un tango completo: “vas a bailar bien piba”. Y ella sintió que los 20 abriles volvían a su cuerpo.
Ese muchacho le llevaba varios años en menos. Pero así es este arte, tiene la magia de poder traspasar las barreras que en el mundo serían infranqueables.
Desde el comienzo experimentó con él esa sensación de sentirse flotar.
Sólo quien lo ha vivido sabe qué significa; a veces se comprende en algunas sensaciones del alma que pasan al cuerpo, pero esta experiencia del tango era inversa y novedosa para ella, algo del cuerpo que pasaba al alma y que le saltaba en el pecho como un tambor de parche inquieto y desordenado.
Hasta había hecho una consulta con el cardiólogo porque sentía esa cosa rara en el pecho cuando él la elegía sólo un medio de tango para corregirla muy delicadamente pero con firmeza. En esos brazos aprendió los primeros pasos y sintió lo que significaba flotar sobre tierra firme.
A veces regresaba de las clases con un nudo en la garganta y una lágrima brotando incontenible porque no podía avanzar todo lo que quería. Y se decía, no vuelvo más, esto no es para mi. Y al jueves siguiente volvía y volvía solo para sentirse flotar en esos brazos, ese breve lapso de tiempo en que la contradicción de lo eterno se mezcla con lo efímero y uno no sabe si eso duró cien año o una décima de segundo.
Pero ahí estaba, con su almita de mujer en segunda adolescencia casi por transitar el medio siglo, sus hijos ya no estaban en casa y las noches se hacían eternas a la hora de la cena porque el nido vacío es así.
Necesitaba volver a sentir una pasión, algo que la desmoronara y la levantara por el aire, la llevara vertiginosa en oleadas y la adormeciera cobijada en un abrazo que contuviera tantas cosas indescifrables en las palabras pero tan intensamente sentidas en las “notas de un tango dulzón… que lloraba el bandoneón”(*).
Sin embargo, ya era hora departir, como en la escuela primaria o con el primer amor que no se olvida, ella sabía muy bien que para crecer hay que saber decir adió. Y ya lo había decidido. Iba a cambiar de academia.
Nada le era familiar allí, pero siempre le había costado poco hacerse de amigos así que recomenzar era parte de un ejercicio que la vida enseña muy a menudo pero que siempre nos cuesta ensayar como un duelo que nos regresa a los primeros dolores y al miedo a lo desconocido.
La clase ya había comenzado, paseó la mirada por todas las parejas y algunos solos que caminaban mientras esperaban que se “desparejara” alguien para tener una oportunidad de bailar de a dos.
En ese momento o vio; él bailaba con aquella chica rubia de pies etéreos. Había algo en aquel muchacho que le llamó la atención; su manera de bailar, de abrazar a su compañera, de llevar el paso, de comprender el deseo de esa mujer.
Casi se dedicó aquella primera clase a observar esa armonía de cuerpos construida vaya a saber si a fuerza de ensayar, de un amor traducido en gesto o por propia fantasía.
Como hilos sensitivos de una red invisible, las armonías del alma se hacen piel y sentimiento cuando el arte de cualquier naturaleza es la herramienta para expresar esa cualidad.
En ese mismo instante pensó: un día voy a ser la titular. Y se rió de semejante osadía.
Es que él ni la veía, se tomaba su tiempo para empezar cada clase sentado mirando de lejos un poco ausente en sus pensamientos, conversando con alguien, lo mismo en la milonga, perfil bajo dirían unos; timidez, vocación de solitario o vaya a saber qué.
Siempre le pareció un personaje un poco sombrío, triste. Algún golpe de la vida seguramente, soledad quizás, esa soledad que ella conocía muy bien a pesar de los años de a dos que llevaba vividos.
Un día en la calesita de la clase, el azar los encontró de frente mientras Di Sarli sonaba y revivía como el día del estreno allá por el año 42, un Bahía Blanca sentido y cadencioso.
Y volvió a latir en ella aquella sensación que casi había olvidado; flotar con los pies en la tierra. Y otra vez se dijo: algún día seré la titular.
Quien estuvo alguna vez en el banco de suplentes sabe perfectamente qué significa ese deseo que por ser tan intenso y depender de la decisión ajena, cobra una relevancia y se nutre de una energía que a veces revierte resultados insospechados.
Y aquel, que sentado en un banco de suplentes, sumido en la insignificancia de no ser artífice ni de la victoria ni del fracaso, de pronto se siente que los planetas se alinean y sale al juego como a la vida misma para ser el protagonista de una historia que hasta ese momento le era ajena.
Así bailó aquel primer tango con él, tímidamente, probando, sintiendo ese nuevo cuerpo, con miedo a equivocarse, con temor de que nunca más ese momento fuera posible. Era la oportunidad del suplente pero, de a poco se fue soltando, dejándose llevar, empezando a comprender cuánto habría que andar, para llegar a ser un día… La Titular.
(*) Fragmento de “La Canción de Buenos Aires” (1933)
Música: Orestes Cúfaro / Azucena Maizani. Letra: Manuel Romero
Marta Elena Espósito-