(Tercer Premio Concurso “Al ritmo del 2×4”)
Fueron famosos los conventillos del lugar, como el de “María la Lunga” en Castro Barros 433.
Cuando aún estaba en la escuela de monjas del Perpetuo Socorro, Mirelle, tenía esas cualidades innatas que tiene todo bailarín.
Ella había nacido en una familia de clase alta, por lo que le era imposible llegar a bailar el tango.
Los estudios principalmente caían siempre en el bordado, costura, tejido y todo lo relacionado al aseo y las buenas costumbres.
Ya con veintidós años, decidió que esa no era su vida, que quería volar y sentir en sus pies esas alas que le permitían dar los pasos de las milongas que escuchaba a escondidas.
La suerte de vivir en una pequeña chacra en las afueras de Buenos Aires en un lugar destinado a quintas que había sido donado por la familia Almagro, la llevó a conocer la quinta de los Hanzen, lugar donde se vivía y sentía el tango y la milonga.
Una tarde a esos de las seis o siete, se puso un vestido con lunares con la falda bien amplia, cosa de poder permitirse dar pasos largos y hacer arabescos con las rodillas, para que el ocho y una quebrada la hagan sentir plena.
La familia de ella que sabía que estaba en esa casa, decidió que no le permitirían regresar; que el tango sea su vida.
Regresó a su hogar a la madrugada y el ama de llaves la esperaba con una pequeña valija en la puerta de su casa paterna y no la dejó entrar.
Regresó sobre sus pasos, con la cabeza gacha llorando y con una espina grande en su corazón. No sabía dónde se hospedaría… las calles llenas de aromos ya en flor, parecían que brillaban más en una noche de luna llena.
Llegar al famoso conventillo de la calle Castro Barros 433, más conocido como el conventillo de La Lunga, fue un desafío, ya que había que ser valiente para llegar allí, mas ella, que venía de una familia de clase muy acomodada para la época.
Recordemos que en ese lugar, se reunían las patotas que salían de los mataderos y frigoríficos de la zona.
Era una casa de dos plantas con piso de pinotea, que brillaban gracias al lustre que le daba La Lunga, cuyo origen era incierto. No se sabía si era tana, eslovena o de qué país de Europa había llegado, dado su cocoliche atravesado.
Allí recayó Mirelle. Enseguida hizo buenas migas con Griseta, una francesa que llegó desde el Moulin Rouge, engañada, con promesa de trabajo estable y espejitos de colores
El Pampa Sabino, hombre de averías y malas juntas, no tardaría en conquistar a es aniña que no estaba aún al tanto del tipo de vida que llevaba este rufián; ella sólo quería bailar.
El baile y el amor, la llevaron a dejar de lado todo. En esa pensión, se ganaba la vida bordando y cociendo las prendas que le pedían las otras chicas que trabajaban casi todas en un cabaret del bajo porteño.
El Pampa, los primero tiempos la trató como a una reina, pero después por culpa de su adicción al vino y la ginebra, comenzó a maltratarla y no la dejaba salir. Su pena se hacía cada vez más grande y sus trabajos se deterioraban día a día, ya que sus manos estaban frágiles. Solía toser y el Pampa, la castigaba cada día más.
Después de cuatro años de sufrimiento dentro de esas cuatro paredes, el Pampa encontró a la salida de un baile, la horma de su zapato y fue apuñalado por otro rufián de mala monta, más conocido como el Loco Cepeda, un matón a sueldo del político de turno.
No lo pensó más. Lo despidió como se debía en esa época al Pampa y, al regresar, quemó todas sus cosas, par ano recordarlo más… y se cambió el nombre. De ahí en más no se llamaría más Mirelle, sino Mireya.
Así comenzó la historia de quien sería la rubia más mentada, la más codiciada de todos los cabaret de Buenos Aires; ella les enseñó a bailar y también a amar a muchos personajes de la sociedad porteña.
Siempre vivió en el conventillo de La Lunga. Allí la conocían como La Oriental o La Colorada. Su vida fuera de allí era otra cosa, mucho más licenciosa y promiscua.
Necesitaba sacarse de encima la cruz que tenía por haber sido echada de esa familia pudiente así que rompió muchos corazones adinerados y les sacaba el dinero que ella quería.
Como no podría ser de otra forma, esa tos que comenzó en su juventud por lavar en las afueras del conventillo, se convirtió –ya de grande- en una tuberculosis muy avanzada que la llevó a recluirse en esa pieza que la vio sufrir, trabajar, brillar y amar.
En la zona de Almagro, se sabe y se siente, entre las plantas de la plaza, el aroma a azahares del perfume de la rubia Mireya, patrimonio del barrio.
Oscar Alfredo Costanzo–