(2ra. Mención Concurso “Al ritmo del 2×4”)
Lo poco que se conoce de su vida proviene de las sobremesas en las reuniones anuales que mantenemos, hace tantos años, los reservistas del Escuadrón Chancay del Regimiento de Granaderos a Caballo General José de San Martín. Me estoy refiriendo a don Antonio Guarnerio. Para nosotros Tony vino al mundo ya vestido de fajina y rapado. Nació en el cuartel, aquel 12 de febrero de 1964, cuando llegamos para hacer la conscripción.
Lo estoy viendo. Alto, flaco y pura nariz. Cuando se ponía el uniforme de gala su cara se transfiguraba. Mostraba una fiereza que el Coronel Pringles hubiera querido que lucieran sus granaderos en el combate.
Esa es la razón por la que la historia de Tony tiene un oscuro «antes» de malevo y un luminoso «después» de empresario gastronómico.
Nunca me importó el antes que nos contara alguna vez Julio, uno de los mozos de parrilla, cuando aludió a su fama por las barracas y que a los diez y nueve años ya debía la muerte. Fue un lance limpio con un guapo integrante de la barra brava de Boca al que dejó boqueando con la guata ventilada en un charco de orina, en las escaleras de la bombonera.
La aventura tenía que volver a su vida cuando cruzara los portones del cuartel por última vez y por eso cambió el birrete marrón de soldado por una gorra blanca de marinero enganchándose en un barco de transporte de ovejas en pie, que por esas cosas de la vida, se quedó haciendo travesías en China con Antoñito a bordo.
Pero como todo lo bueno tiene fecha de vencimiento, una noche de tormenta hubo una pelea en el barco con un capitán enojado por amores contrariados. Fue la gota que colmó el vaso, precipitando el regreso de Tony a su Buenos Aires querido. Y no vino solo; trajo un montón de dólares ahorrados en su vida marinera que invirtió comprando un taller mecánico en la calle Defensa, frente al parque Lezama. Era una casa centenaria en un local de comercio.
Una mañana se despertó y se encontró con que la Argentina había entrado en guerra con Gran Bretaña. Los reservistas del Chancay, con Negronida a la cabeza, se anotaron como voluntarios y se quedaron esperando la llamada de la patria, pero la rendición llegó antes.
Los años 80 fueron años de altibajos económicos que dejaron en claro en la cabeza de Tony que la gente usaba menos tiempo para almorzar y que había que arrimarle el alimento a su lugar de trabajo. Seguramente esas fueron las razones por las que construyó un trailer parrillero que le permitía salir a vender por los barrios. La parrilla incorporada y bajo techo, que permitía ser atendida desde adentro del trailer, fue inventada por Tony y – obviamente – la suya, fue la primera que circuló por la ciudad, estacionando en la esquina de las grandes fábricas.
La aventura de alimentar a la familia con el trailer duró poco, porque una noche se lo robaron. Completo; con todo adentro. Lo buscó por todo Buenos Aires durante más de un mes, hasta que sus amigos lo convencieron de parar con la búsqueda. Probablemente «los cacos» lo habrían sacado de la ciudad y llevado a otro lado inmediatamente.
Ese suceso y el dicho famoso acerca de que las patadas en el culo empujan para adelante, lo decidió a poner una parrilla tanguera en el local del taller. Lo primero que hizo fue tapar la fosa, acción que se transformó, ni más ni menos, que en el entierro del taller.
La verdad es que con la parrilla la pegó, aún cuando empezara de muy abajo. Las mesas eran crotas, compradas en una isla del Tigre, que resultaron estar fabricadas con madera de álamo recién talado y sin estacionar. No solo las mesas empezaron a arquearse sino que también le salían retoños en las patas. Las sillas, al principio, fueron un muestrario. Eran todas diferentes y difícilmente podían enyuntarse. Las paredes, sin revoque, exhibían cualquier poster o cuadro que pudiera esconder alguna mancha de humedad o de grasa que las habitaban.
Los manteles de papel de diario primero y de madera después, duraron muy poco porque la parrilla se hizo famosa rápidamente.
La buena ubicación, la higiene, la calidad de lo que se consumía, unido a una esmerada atención, hicieron el milagro. Poco a poco se transformó en una parrilla respetada y valorada. Fue entonces que aparecieron las mesas buenas, las sillas parejas y los manteles y las servilletas de género cuadrillé blanca y bordó.
Evidentemente ese era su lugar en el mundo y pasó a ser, durante años, nuestro lugar de reuniones. Pero un día «el barba» fue mudado de prepo por incompatibilidad de caracteres y nosotros – como no podía ser de otra manera – sin averiguar mucho, hicimos causa común y nos mudamos con él.
Le costó encontrar algo parecido pero al final aterrizó en El Vulcano. Bolívar e Ituzaingó. Y nosotros con él.
No se puede quejar. No cualquiera esta viviendo tan intensamente su cuarto de hora sobre esta tierra y puede, incluso, caminarla sobre el césped cuidado de alguna cancha de golf.
Bien ganado tiene su tango, aunque aún sin música, que dice:
«El barba» mira cuidando
– atento en el mostrador –
Como se trata al cliente
y como huele el roquefort.
No se le escapa detalle
de un buen trato al atender
manda un jerez al que llega
y habanos con el café.
Cuanto tiempo que ha pasado
desde aquella conscripción
«el barba» se uso el funyi
cuando se sacó el morrión.
Hacía temblar las mucamas
por Dumond y sus confines,
taconeaba igual de fuerte
con botas o mocasines.
Se fue agrandando su fama
se hizo más fea su trucha
taita de parque Lezama
donde su fama fue mucha.
Pero un buen día Antoñito
hizo a un lado su facón,
lo cambió por una faja,
un moño y un cucharón.
Hoy pueden reconocerlo
en la parrilla El Vulcano,
es feo como ninguno,
y tiene cara de macho,
una barba bien cuidada
y de Cyrano el penacho.
Ricardo Gustavo Creimer-