Desde que yo me acuerdo, para mí el día de la madre siempre fue comprar
un ramo de flores y llevarlo al cementerio. Las tres hermanitas vestidas iguales,
frente a la tumba, rezando un padre nuestro, un avemaría y un gloria,
persignándonos, y luego espiando el sol, que se descolgaba entre el grave follaje.
Mirar las calas, los lirios tan tristes, en otras sepulturas, y volver a detener los
ojos en las alverjillas rosadas que tanto le gustaban a mi madre.
También le gustaban los aromos y las rosas –eso nos decían siempre–.
Los otros chicos compraban cosas menos líricas: bombones, planchas, adornos
para la casa, un corte de género. Cosas que no se marchitaban enseguida, cosas
con menos color y sin el perfume de nuestras flores, pero que eran entregadas
a dos manos tibias, inquietas, embarullándose de ansiedad al desatar los moños
del paquete.
Dos manos y enseguida una voz haciendo una exclamación de sorpresa.
Y después de la voz los ojos, un par de ojos brillantes, orgullosos, húmedos…
A mí me gustaban más las alverjillas que las planchas, pero hubiera
querido tener una madre en el día de la madre, aunque hubiese tenido que
regalarle una plancha.
Después, las tres crecimos. Ya no íbamos vestidas iguales ni juntas a llevar
las flores de octubre. Y los años me borraron la costumbre de hacerlo, ¡me
ponen tan tristes los cementerios! Hasta el año pasado también me ponían
triste los días de la madre.
Hasta el año pasado… porque este año fue distinto.
En el papelito que Verónica trajo de la escuela decía que el sábado nos
reunirían a las madres de todos los alumnos a las cinco de la tarde. Habría un
té y cada una debía llevar algo.
Yo compré unos sándwiches y le puse a Verónica su hebilla blanca en
el pelo. Estaba contenta, anhelante.
—Hicimos un regalo —me dijo—, una sorpresa.
—¿Qué es?
—Un paquete con una tarjeta.
—¿Y adentro?
—Es un secreto, no se puede decir…
Me asombré de que pudiera callar. Me asombré, yo que nunca puedo
guardar un regalo para entregarlo el día establecido porque la ansiedad
de darlo me consume.
De la mano, las dos entramos en el aula de Jardín de Infantes. Ya había
otras madres y otros chicos. Ya había un barullo de voces infantiles
entremezcladas con el cotorreo de las mujeres.
Las maestras repartían las masas y las tortas; los niños corrían de un
lado para otro, comentando que “arriba” darían dibujitos animados con
un proyector de cine. De pronto, los alumnos fueron llamados por la directora
y subieron la escalera al trotecito; al rato empezaron a bajar.
Los más chiquitos primero. Las mejillas coloradas, los delantales almidonados,
una caja forrada de rosa sostenida por manitas regordetas y blandas.
Cada uno se acercó a su mamá y le tendió la ofrenda.
Mi Verónica me la entregó con los ojos azorados, la respiración entrecortada,
conteniéndose para no darle un manotazo a la cinta brillante que adornaba la tarjeta.
—Es para vos —me dijo—, abrilo.
Destapé la caja y un montón de bombones dudosamente redondos,
dudosamente perfectos, recubiertos con una fina ralladura de chocolate
y metidos en delicadas corolas de papel plisado, me llenaron los ojos.
—Los hice yo, con mis manos, así… como cuando juego con plastilina…
Ella, con sus manos regordetas, con sus manos con las uñas casi siempre
sucias de arena, de tierra, de acuarela.
—Comelos —exigió.
Me puse uno en la boca. Dulce. Mastiqué despacio. Dulce. Dulce hasta que
se encontró con mis lágrimas en la mitad de la garganta. Y lo tragué junto
con ellas. Porque no podía llorar allí.
Porque no podía agradecer su primer regalo con ese llanto que me inundaba toda.
Entonces sonreí y la abracé, la besé, le acomodé el flequillo –por hacer algo–
y la tuve un rato sentada sobre mis rodillas.
La imaginé amasando los bombones, dándoles esa forma redonda, simple,
elemental.
La imaginé guardando el secreto, esperando el momento de poder
revelarlo. Y se me pusieron tibias la sangre y la esperanza.
Después del té, después del Pato Donald y no sé qué otros bichos haciendo
disparates en la pantalla blanca, regresamos a casa.
Regresamos tres: Verónica, la caja de bombones y yo.
Todavía no era domingo, pero para mí ya había sido el día de la madre.
Un día con sol, con campanas, repleto de amor y de ternura.
Acabo de comerme el último bombón.
Los hice durar. No convidé a nadie.
Eran para mí, todos, todos.
Para mí sola.
Bombones, secreto, sorpresa y dos manos gordas amasando.
Y yo tragándome mis primeras lágrimas de felicidad en el día de la madre.
Yo dentro de ella, de mi hija, bajando la escalera de la escuela con la caja
forrada de rosa.
Yo bajando en ella la escalera, entregando el regalo y esperando,
sin aliento, que mi mamá lo abriera, me abrazara y me besara.
Yo reviviendo en ella, resucitando en ella, rescatando en ella lo que perdí,
apropiándome de lo que no tuve.
Ah… si a los hijos una nunca termina de agradecerles todo lo que nos
dan: esa maravillosa posibilidad de volver a ser desde el principio, de
recrearnos de nuevo, de regresar hacia atrás y encaminarnos
siguiendo su ritmo, esgrimiendo su asombro y encontrando en nosotros,
adentro de nosotros hasta… hasta la madre que perdimos.
Poldy Bird-