Ese fue el día en que las fuentes manaron hiel.
La luna, ese crepúsculo, nació sin rostro;
bandadas de palomas negras se cernían
sobre todas las esperanzas de los vivos.
Todo el Otoño lloró aquella mañana.
De nuevo sumergido en las tinieblas
me encontré.
Un arcángel de sangre
vino a sobrevolarme,
negándome la dicha,
oscureciéndome.
Como un derrumbamiento, las bocas se cerraron.
Se agigantó la noche, eternizándose.
Todas las aves cedieron en su canto.
Los ángeles, sin luz, agonizaban.
Una ardilla fugaz tradujo las señales:
no existía respuesta.
Los hediondos
sicarios del infierno voceaban
sus consignas de fuego ininflamado.
Eones transcurrieron, sin memoria.
El vacío creció, ardió la fe en los pabilos.
Todo iba convergiendo hacia la nada.
Mas de repente callaron los demonios.
Desde lejos
una voz desenterró la espada de mi pecho,
una lágrima empapó la sal de mis heridas
y el mundo todo floreció como una enredadera.
Sergio Barao Llop-
Pingback: 21 de diciembre de 2011 : : Cronica Literaria