“Teníamos, al final, sólo el tiempo como tema”: así empieza “El membrillo”, un poema de Louise Gluck. Pero no se refiere al tiempo que todo lo devora, ni al clima, sino al, llamémoslo así, tiempo que hace.
Subestimado como excusa para charla de circunstancias, el tiempo que hace es en realidad un llamado incesante a la atención abierta; un sin fin de presentes. Nos conecta con la física y la biología, con los meteoros, la imprevisibilidad, con los movimientos del aire y las mutaciones del paisaje material.
El tiempo que hace un día, o cada día, no sólo se empeña en defraudar las previsiones: es un tema de conversación infinita. En un momento cualquiera confluyen miríadas de sucesos que, con distinto paso, duran o se disipan para dar lugar a algo nuevo. Las polirritimias de la atmósfera enloquecen el pulso inflexible del tiempo que pasa; piden otras escansiones y oponen diferentes matices a ese camino homogéneo que lleva del deseo temprano a la memoria crepuscular.
El tiempo que hace es catástrofe y plenitud, trastorno e impulso, fuerza, abandono y fusión. Los poetas, algunos poetas, saben que el lenguaje es una búsqueda de afinación de la palabra que nunca acierta el temperamento. “El membrillo” continúa con estos versos: “Por suerte, vivíamos en un mundo con estaciones”. (Editorial Entropía)