Cuentos

Santoro, hoy (José Antonio Cedrón)

Sucedió casualmente. Iniciaba la década del 70.

Creo que la escuela estaba en el barrio de Villa Pueyrredón o de Urquiza. Esa noche se homenajeaba a González Tuñón y éste me presentó a Roberto. Estaba sentado en una escalera y a su lado tenía un paquete pequeño.

Nos quedamos juntos como una hora. Hablamos.

Después abrió el paquete y me regaló Literatura de la pelota (un libro que recoge cantos y vivencias de cuando el fútbol era un deporte). Pero todo ello es difuso. Había tanta gente.

Supongo que allí empezó la amistad, porque me invitó a formar parte del grupo Barrilete, junto a Carlos Patiño, a quien conocí personalmente en la redacción del periódico Alberdi, del brazo de don Joaquín Álvarez, en Vedia. Y junto a Rafael Vásquez, al que agradeceré siempre la solidaridad en momentos dramáticos.

Para ese momento, en Barrilete yo era (como decimos en México) el más “chavo” del equipo. Más tarde con Roberto participamos en la formación de la Agrupación Gremial de Escritores, y militamos en el mismo campo político.

Un día llegó a la SADE donde se reunía la Agrupación, una nueva amenaza para tres de nosotros: “60 días para irnos”, decía (entonces no supimos ciertamente de dónde).

Nos juntamos con Humberto Costantini en casa de Haroldo Conti, y éste jugaba: “Las tres A amenazan a las tres C”. Como en mi caso debí sumar muy pronto secuestro de familiares, presidio, etcétera, salí del país.

Para alguna correspondencia, con Roberto decidimos cambiar de nombre y dirección.

Un año después regresé sin aviso y nos reunimos tres veces.

En tiempos de dictadura, afuera se estaba trabajando mucho, teníamos apoyos; él lo sabía, y era indispensable. Sin embargo, una tarde, en la Confitería Londres, de Flores, me dijo que decididamente no iba a salir del país. Que había que quedarse. Ya no nos vimos.

Tal vez Santoro, hoy, sentiría melancolía, un sentimiento sospechoso en tiempos indefinidos de mutación, porque en ella están contenidos el espíritu y la cultura, como pérdida de pertenencia a un mundo que se compartía. A este sentimiento lo conocemos como depresión, de modo que justifique un recetario de fármacos.

Pero algunas paradojas son tan resistentes como las obras que no permiten ser recicladas. Así, la melancolía resiste el caricaturismo temporal porque en los accidentes culturales el dolor no puede ser localizado en el cuerpo. Se encuentra fuera, dentro y en muchas partes de un todo grande como el vacío. Y se le reprueba por sus valores, costumbres, utopías…

Quizá por eso, de un tiempo a esta parte, el tiempo también es sujeto de edición, cortes, voces en off, para mostrar lo que se desea.

En complicidad con los sobrentendidos domésticos, deberíamos convenir que este mercado camaleónico no es ni fue nunca democrático, por imperio de leyes políticas, ideológicas, en ocasiones disfrazadas de estéticas, y que su avance alcanza considerable adhesión entre nosotros a través de diversas fundaciones “promotoras” y “descubridoras” de nuestros valores y capacidades miméticas. De esta suerte, la adjetivación grandilocuente inventa y juzga a escritores neumáticos, inflados por editoriales, voces con exposición en los medios.

El rigor es más difícil y siempre tuvo menos adeptos.

Y dado que la realidad es tan reiterativa, me permito repetir parte de los que dije para acompañar los trabajos de otros escritores amigos.

Desde un pasado reciente, acudir a la memoria, recordarla, encenderla o mencionarla se ha vuelto sospechoso, ofensivo, imprudente, porque el pasado y su relación con nuestra historia individual y colectiva amenaza la fragmentación, que es una de las metas de supresión que, sin decirlo expresamente, hospeda en el discurso único. La invención del fin de la historia, para que el educador nos desaparezca la realidad, las construcciones de la realidad, y de la realidad misma como por arte de magia.

Pero esta separación no es accidental, sabemos que responde a la formación de la racionalidad contemporánea, que separa al sujeto del objeto, a la realidad del contexto en el que las cosas tienen lugar, y nos separa de la historia personal con el riesgo (calculado)

de separarnos de nosotros mismos. La ruptura no está limitada a la expresión artística sino a las potencialidades del ser humano.

De este modo, se apuesta al exilio de la memoria, que es como quitarle el tacto a un ciego, se pierden las referencias.

La situación recuerda (al menos a este lector) que las modas le sirven a las revistas como el olvido al mercado. La educación ha perdido prestigio, la nostalgia una cursilería que, como la memoria, se caricaturizan. El ejercicio de la burla es institucional.

Si defiendo la memoria, es por los sueños fincados en la obstinación, que no tienen que ver necesariamente con la suerte de nuestros trabajos literarios.

Y tal vez porque, como para muchos de nuestra generación, los temas que encontraron al autor no se pueden leer sin leernos a nosotros mismos.

Hablar de estos asuntos lo creo ineludible para afirmar el contexto en el que tiene lugar el trabajo de Roberto Santoro, porque resultan de tatuar aquellos acontecimientos íntimos que se pueden leer en la piel interior de la memoria. Aceptando que en ese preguntar de la poesía está el inter-decir, que establece la diferencia entre el adentro y el afuera, que en Santoro tiene lugar desde los primeros poemas porque es de los escritores que reconstruye no la invención, sino el latido.

También porque el soporte lúdico de su construcción poética bucea de ida y vuelta en las emociones y, paradójicamente, tal vez no sean ellas las que enfatizan la imaginación de sus sentimientos, sino la realidad misma. Y sabemos que la imaginación permite sobrevivir, de lo contrario ya hubieran acabado con todos los aborígenes.

En Santoro, además, la tensión constante al interior del poema, y la aceptación de que esa fuerza no inhibe las dudas. Aquello que se convierte en idioma entre la abstracción y la concentración.

Separar a la poesía del mundo en que vive sería pensarla como un espacio de pureza, como otra religión, no como libertad. Por lo mismo, debo tener derecho a preguntar —aunque pueda resultar una frase— si de un tiempo a esta parte, la poesía también se ha llenado de palabras y se ha vaciado de mundo.

Hace unos años, durante una visita a México, Edward Albee, nos dijo que “el público está entrenado para la mediocridad” (para lo superficial y lo estúpido), pero también dijo algo más inquietante: que en su país “existe una política dirigida expresamente a destruir la educación estética. La democracia es muy frágil y los políticos están asustados; como consecuencia los intelectuales y artistas creativos están siendo sometidos a una censura que será difícil de parar. El arte de calidad ha tenido que refugiarse en pequeños foros porque sus espectadores, sus lectores, están siendo capacitados para exigir cada vez menos”.

Después llegó Mattelart y dijo que “en América Latina, libros y análisis que se hicieron en las décadas del 60 y 70 contra un orden dominante hoy se niegan. La función del intelectual no es solamente producir discursos sino participar con su saber. Pero ha dejado de interrogar de manera crítica, se ha empobrecido. Negar la memoria se ha vuelto una profesión”.

El año pasado, el Nobel Derek Walcott dijo que en su país lo que está sucediendo “es indignante: sus poetas están ignorando a la gente, están evadiendo la realidad, no están respondiendo a la responsabilidad social que tenemos los poetas”. Y siguió: “están demasiado absortos en sí mismos. Su ego imperial les estorba para hacer caso de la realidad y no hablan de cosas importantes que están sucediendo atrás de la gente, como la guerra, la pobreza y la hambruna. Digo esto porque Estados Unidos es un imperio y somos los poetas que habitamos ese imperio los primeros que debemos criticar”.

Si aquí me referí a confrontaciones y asociaciones no fue de modo involuntario, lo hice convencido que si nos reunimos para acompañar estos esfuerzos editoriales que apoyan la memoria, es porque seguimos siendo una de las tantas minorías con vocación por leerla, escribirla, transmitirla. Esos cercanos y cómplices que todavía pueblan su territorio.

Y probablemente por los mismos motivos que acompañaron a Santoro y siguen acompañando a muchos de nosotros, porque “el olvido —para decirlo en palabras del mexicano Gaspar Aguilera? es un crimen perfecto”.

 

El trabajo forma parte del libro “La realidad miente más”

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